Muchos animales, como los loros o las cotorras, son capaces de repetir sonidos humanos, pero no de articular un discurso como lo hacemos nosotros. La comunicación no se realiza tan solo a través de los sonidos que emitimos. Puede realizarse también mediante símbolos o la emisión de ondas de vibración del cuerpo.
El caso de la rata es espectacular, es capaz de emitir un sonido sordo agudísimo cuando siente que sus crías están en peligro. Y solamente ser oído por ellas.
Los bebés son un claro ejemplo de aprendizaje basado en la comunicación no verbal. Son capaces de observar gestos, sin comprender aun que significan las palabras, y realizar una previsión de lo que puede suceder. El bebé hace gestos en torno a los doce meses de vida, pero no es capaz de articular una palabra compleja hasta un poco más tarde.
El gesto no es un sustituto del lenguaje, sino un facilitador de la expresión. Cuantos más gestos tiene una cultura, más rica es. Los gestos son palabras codificadas que estimulan la respuesta del cerebro. Hay culturas que son más gestuales y utilizan el gesto como un código incluso más importante que las palabras. Si pensamos en nuestra cultura, podemos encontrar expresiones gestuales originales y abstractas como el mimo.
Comunicarse sin palabras es posible, las personas entrenadas son capaces de detectar micromovimientos del rostro y emitir una opinión sobre lo que el otro está sintiendo, pensando o negando. No estar de acuerdo se comunica con fruncir el ceño o cruzar los brazos como una señal de cierre a la comunicación. A menudo, no somos conscientes de que estamos emitiendo señales no verbales que nuestro cerebro capta y procesa.
Por ejemplo, en la mayor parte de las culturas, cuando una persona está de acuerdo con la otra, asiente con la cabeza afirmativamente. Pero en el sur de la India, estar de acuerdo es un gesto asintiendo negativamente. Si un occidental va al sur de la India y pretende comprender la comunicación no verbal, tiene que entrar en unos códigos que desconoce.
Los investigadores de Media Lab del MIT de Massachusset, en EUA, describen las respuestas involuntarias difíciles de falsificar como las auténticas señales. El hemisferio derecho del cerebro es el que percibe estas señales de conformidad y las lee. Así podría explicarse el hecho, de que a veces creemos saber lo que va a pasar, y pasa. No se trata de que seamos adivinos, sino más bien que nuestro hemisferio derecho ha sido capaz de descodificar las auténticas señales del otro sin usar las palabras.
Los neurolingüistas lo llaman el lenguaje cargado de intención o la auténtica contribución de la neurociencia al estudio del lenguaje oculto. Rosalinda Picard, una neurocientífica del MIT, ha producido unas gafas que representan seis estados emocionales: reflexión, conformidad, concentración, interés, confusión y disconformidad (grupo de investigaciones de compuntacions afectiva en el Media Lab del MIT 1984). Estas tienen una pequeña cámara oculta conectada a un ordenador. La cámara conecta 24 puntos del rostro característicos y transmite al ordenador información sobre todos los movimientos que realiza: cabeza, cara, labios, ceño, etc. El ordenador compara las mircroexpresiones con una base de datos de estados emocionales. Este sistema de reconocimiento emocional a través de la monitorización del rostro no es perfecto, pero apunta tendencias importantes: leer las intenciones o conocer los sentimientos del otro. A excepción de personas entrenadas, pocas personas son plenamente conscientes de la información que transmite la voz humana: dudas, pausas, tonos, aspectos, matices, etc. Es más fácil detectar una mentira por teléfono que en presencia.
El hemisferio izquierdo está programado para procesar todos los inputs relativos a la inteligencia verbal y el hemisferio derecho está organizado para expresar a los rasgos no verbales del lenguaje. Debido a que el hemisferio derecho es mucho más ágil que el izquierdo, es capaz de detectar mayor número de datos para tener informaciones fiables.
Por ejemplo, cuando oímos un sonido raro, es el hemisferio derecho el que se activa. Los chistes, los comentarios no dichos también son materia del hemisferio derecho. El cerebro calibrará si la información verbal del hemisferio izquierdo se contradice con la que ha observado el derecho. El cerebro no solo es capaz de comunicarse con palabras, sino que es capaz también de hacerlo sin ellas, incluso en silencio.
Muchos niños o pacientes que han padecido heridas o traumas en el hemisferio derecho pueden llegar a captar lo que está pasando, pero son incapaces de expresarlo. Son incapaces de percibir el contenido emocional de lo que otro les está pidiendo. Las dificultades de estas personas para procesar las emociones subrayan la necesidad de seguir investigando en cómo nos comunicamos y cómo el cerebro lo recibe.
Todos tenemos nuestros propios ritmos, algunos son diurnos, otros nocturnos. Algunos utilizamos unos ritmos una parte de nuestra vida u otra durante algunas horas determinadas. Todo depende de cómo funciona nuestro cerebro, depende de nuestra evolución.
Todos los seres vivos se han adaptado a los cambios: cambios climáticos, cambios de luz, cambios de ritmo, etc. Esa flexibilidad de adaptación al cambio tiene que ver con la parte de nuestro cerebro regulada por los ritmos. El ritmo nos permite adaptarnos y poder sobrevivir a mejores circunstancias.
Los ritmos de las estaciones nos preparan para cambios. Los ciclos lunares marcan las mareas o la menstruación en las mujeres. Todos llevamos ese ritmo o reloj interno que va marcando los tiempos que nos tocan vivir.
De todos los ritmos, el más conocido es el ritmo circadiano (el que recorre el día), ese precioso recorrido que nuestro cuerpo realiza a través de las 24 horas de la existencia. Ese cronometro interno que es autónomo, y no necesita que hagamos nada, se regula por señales internas y externas. El regulador de esos ritmos está en el hipotálamo, unos preciosos circuitos que se conectan y están presentes en todos los animales. Esa área del cerebro está vinculada a la luz.
En 1938 se realizó un experimento en una cueva de Kentucky. Dos científicos, Nathaniel Kleitman y Bruce Richardson, pasaron 32 días sin luz en las profundidades de la cueva. Ese aislamiento era total. Pero crearon un clima artificial de luz donde el ritmo circadiano era de 28 horas, no de 24 como el habitual.
La hipótesis del experimento era observar qué sucede cuando tocamos los horarios del ritmo interno. Midieron temperatura, presión, latido cardíaco, movimientos en el sueño, expresiones, sensaciones, emociones, etc. El resultado fue que uno de los científicos se adaptó completamente a los cambios y el otro se desajustó en ese nuevo ciclo de 28 horas. El experimento demostró que los humanos y algunos mamíferos somos incapaces de ajustarnos plenamente siempre a un ciclo, mayor de 26 horas y menor de 22 horas. Nuestra biología es la de la Tierra y estamos más o menos ajustados a ese ciclo de 24 horas.
Los ritmos no están solo marcados durante el día, sino también en la noche, como vimos en el experimento de Kentucky.
Desde el uso del electroencefalograma (modo de medir la actividad eléctrica de la corteza del cerebro), podemos saber que tenemos diferentes tipos de sueños. Básicamente, pasamos por diferentes periodos de sueño y cada uno de ellos está caracterizado por la producción de un tipo de ondas en el cerebro. Curiosamente, dormimos también como vivimos. Los últimos experimentos realizados sobre los ritmos circadianos y su relación con el sueño han descubierto cosas increíbles.
Por ejemplo, que los pueblos nómadas de la Tierra duermen en ciclos más cortos de sueño. Los nómadas, durante miles de siglos, han sobrevivido porque estaban vigilando los ataques de las fieras, el fuego, etc. Mientras que los sedentarios se han podido relajar y dormir más. El patrón del sueño tiene que ver con nuestra neurobiología.
El sueño sirve básicamente para restaurar nuestro organismo, elaborar las vivencias a nivel psíquico, recargar los depósitos de energía, tejidos, consolidación de lo experienciado o ajustar la memoria.
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