“Lo que nos diferencia de otras especies (o, al menos, eso es lo que sabemos hasta ahora) es cómo usamos nuestra inteligencia en relación a la conciencia. El órgano mayor de aprendizaje es el cerebro.”
Recomendación previa, leer:
- ¿Qué es la Neuroeducación?
- Desafíos para el educador en neurociencia
- Mecanismos del sistema de recompensa cerebral
Cómo activar el sistema de recompensa cerebral en el aula
- Teniendo expectativas elevadas en referencia a las personas que formamos.
- Presentando el desafío de diferentes maneras o formas, estimulando más de una posible resolución. Aquí es donde vamos a hablar del pensamiento lateral y de las inteligencias.
- Involucrando todos los sentidos.
- Aprovechando todos los periodos sensibles que se nos ofrezcan.
- Apelando a todos los estilos de aprendizaje que podamos.
Empezamos con la primera: tener expectativas. Cómo se forman las expectativas de alumnos que ni siquiera conocemos. Se basan normalmente en una historia, en comentarios que nos han hecho en observaciones lejanas. Todo esto hizo que empezáramos a crear modelos mentales de los mismos.
Los modelos mentales son paradigmas, creencias, suposiciones acerca de lo que nosotros esperamos de los otros y cómo estos se tienen que comportar en relación a un hecho.
Nosotros creemos que tenemos evidencias y estos modelos determinan la conducta. El alumno actuará según las expectativas para confirmarlas, lo cual puede ser algo positivo o puede ser algo netamente perjudicial. Depende de cada situación o caso. Este efecto se conoce como el efecto Pigmalión en el aula.
Hay un experimento realizado en California, por los doctores Robert Rosenthal y Lenore Jacobson en 1968 bajo el título “Pigmalion en el aula”, que se llevó a cabo en un instituto evaluando el CI de todos los alumnos (Pygmalion in the classroom: Teacher expectation and pupils intellectual development-Robert Rosenthal, Lenore Jacobson- Hold. Rinehart and Winston, New York-1968). Les comentaron a los profesores que un grupo de ellos eran superdotados (sin serlo realmente) pero que, si no apelaban a un estilo de aprendizaje específico, no lograrían que sus capacidades reales aflorasen. Los profesores sabiendo que, si se esforzaban un poco, obtendrían un gran logro, actuaban de diferente manera con ellos. Sonreían más, les tocaban más. La verdad es que el resultado fue excelente. Tanto es así que, cuando se volvió a testear el CI de los mismos, en tan solo un año se había aumentado en un 20%, y todo gracias al trato recibido.
Lo curioso fue que no era verdad, era al azar. Se les había dicho a los docentes que eran superdotados. Sus expectativas eran tan altas que ellos actuaron como si lo fuesen. Ese “como si”, en términos de neurociencia, determina claramente el resultado. Cuando nuestro cerebro actúa “como si”, recrea imágenes y patrones de aquello que quiere obtener, y lo obtiene. No importa si es cierto o no, se comporta como tal.
Esto, que fue el efecto Pigmalión positivo en el aula, por suerte fue bueno, pero puede ser negativo a veces. En ocasiones, después de haber leído un informe y de saber que no es posible, que no sirve, vamos creando una indefensión aprendida que es justamente lo opuesto a la resiliencia en nuestras aulas.
La resiliencia es la capacidad que tenemos de enfrentar, salir airosos y aprender de las dificultades. Esa indefensión es lo opuesto. En uno de sus cuentos (El elefante encadenado, 2008), Jorge Bucay relata que una niña va al circo y encuentra a un elefante que es capaz de hacer de todo en la pista. Una vez acabado el espectáculo, la niña se acerca y ve a un elefante totalmente desposeído y atado a una estaca. Y entonces le pregunta al dueño del circo por qué no huye. El dueño del circo le contesta: “¿Sabes lo que pasa?, que él era bebé cuando llegó a este circo y tiró y sudó tratando de soltarse. Pero no pudo desatarse de la estaca. Así fue como, siendo pequeño, aprendió que no podía desatarse de la estaca. Esta misma indefensión que sentía el elefante es la aprendida por nosotros y nuestros alumnos.
No hay un no puedo definitivo, hay un no puedo todavía. Recuerdo que una vez, en una de mis clases, entré y les dije a los alumnos: “Ustedes tienen todos un diez en neurociencia”. Todos los alumnos sonrieron porque pensaban que les estaba mintiendo. Entonces maticé: “Tienen un diez ahora, pero conservar ese diez de aquí a final de curso es una cuestión suya. Tienen que creerse que merecen ese diez”.
Ese crédito que les di fue la alta expectativa que generó que, en ese curso, muchos de ellos se acercaran al diez. La profecía autocumplida en términos de cerebro conlleva justamente eso. En aquello en lo que pongo mi atención, crea intención y motivación. Howard Gardner y muchos neurocientíficos son de la opinión de que conocer las notas y los informes de los alumnos con referencia al año anterior condiciona; por ese motivo, crea lo que en neurociencia conocemos muy bien: el sesgo. El sesgo emite señales y sinapsis al otro (sé quién eres, sé de lo que eres capaz y de lo que no) y este actuará de acuerdo a lo que tú le estás permitiendo que sea.
Cuando alguien nos dice algo de un alumno, creemos saberlo todo. Pero la realidad es que en un año un alumno cambia muchísimo porque cada una de las personas que pasa por nuestra vida genera campos sinapticogenéticos y moldea nuestro cerebro.
Imaginaos las posibilidades que tenemos de cambiar en un año nosotros como adultos. ¿Cuántas no van a tener los niños pequeños o los adolescentes? Los docentes también pueden cambiar, no tiene que pasar lo que pasó. Esta es la primera sugerencia para la activación de la recompensa cerebral.
La segunda sugerencia para la activación de la recompensa cerebral estriba en presentar el desafío de diferentes maneras o formas. Tiene que haber más de una posible solución. Cuando hablamos de “quién es inteligente”, nos encontramos que los alumnos no saben lo que son, necesitan que haya alguien que se lo recuerde, que les evalúe.
La palabra inteligencia proviene del latín: inter (entre) legere (escoger o leer), por tanto, ser inteligente es responder hábilmente o saber leer de diferentes maneras una situación para poder tener diferentes alternativas.
¿Enseñáis a los alumnos a ser inteligentes o solo queréis que puedan aprobar una materia? ¿Les enseñáis a buscar respuestas diferentes a las vuestras o solo premiáis a aquellos que se parecen a vosotros? Les decimos cómo tienen que percibir, cómo tienen que operar y les ofrecemos una única situación. La temática puede ser nueva, pero tienen que seguir los mismos pasos y llegar a la misma conclusión. Entonces, ¿qué estamos innovando en el aula? ¿Qué innovamos en el mundo? Estamos pidiendo que sepan elegir, pero no les enseñamos a elegir, olvidando que necesitan obtener una cierta madurez cerebral.
El cerebro tarda en madurar y los lóbulos prefrontales maduran después de la adolescencia: proyectar, monitorizar nuestra acción, tener iniciativa... Por eso tendemos a ver como “el ojo de la rana”, que no ve nada que no está en su campo. Solo percibimos lo que se mueve y actuamos con modelos mentales, que son redes neuronales muy sólidas que no nos dejan ver otras posibilidades. Para ello, hay que desaprender y volver a aprender. Es más difícil enseñar algo a un estudiante cuando este lo aprendió mal que enseñarlo desde cero porque los patrones mentales ya están creados y cuando tenemos un aprendizaje, desaprenderlo y volver a aprenderlo es difícil. Si siempre hacemos lo que siempre hemos hecho, siempre conseguiremos lo que ya hemos conseguido.
Un ejemplo sencillo es cuando cambiamos de número de teléfono. Cada vez que cambiamos de número tenemos que volver a fijar una nueva red neuronal porque nuestra mente tiende a dar el teléfono antiguo. Nos cuesta recordar lo último, aún no está fijado. Con esfuerzo, lo logramos, pero la antigua red puede emerger, hasta que al final el aprendizaje esté completamente consolidado.
Muchas veces, observamos clases de ciencias que tienen que ver con leer un libro en lugar de experimentar lo aprendido. O clases de música donde no se escucha música ni se toca instrumentos, solo se ponen notas en un pentagrama. En lugar de dejar a los alumnos experimentar y buscar lo tratado, estudiamos las flores en los libros teniendo parques donde verlas, nos enlatamos en un aula teniendo una sociedad llena de sonidos. Nos olvidamos de que el aprendizaje es kinestésico. Si queremos obtener mejores resultados en el aula, tenemos que usar el cerebro, aprendiendo a mirar las diferentes formas de grabar, aprender y desaprender que el cerebro nos ofrece, rompiendo el mito del ojo de la rana.
El aprendizaje es experiencia, todo lo demás es información. Si damos contenidos es información y la neurociencia apunta a las competencias basadas en las experiencias. Proveemos de estímulos el desafío para que el otro se motive, lo que neurofisiológicamente hablando sería el equivalente a iniciar el sistema de recompensa cerebral.
La pirámide del aprendizaje nos enseña que estamos convencidos de que aprendemos, pero, en realidad, la información no la hemos retenido ni en un 20% de la base.
El aprendizaje neurocientífico
Se basa en cuatro principios:
- No sé qué no sé.
- Sé que no sé.
- Sé que sé, pero todavía no aprendí.
- No sé lo que sé de forma natural.
Estos los podemos aplicar al aprendizaje de todas las materias. Hasta que no nos ponemos a enseñar lo que hemos aprendido, no sabemos lo que sabemos. Es fundamental que los niños y adultos preparen las clases de todo aquello que les gusta y que enseñen a otros como una forma poderosa de fijar los contenidos en el cerebro.
El aprendizaje tiene periodos cruciales que se pueden llamar periodos sensibles. Estos son momentos de desarrollo del cerebro en los que se da una tremenda neuroplasticidad en determinadas zonas del cerebro, lo que hace que podamos aprender más y más rápido.
También vinculado con el entorno, hablamos de periodos o ventanas de oportunidad para el aprendizaje. Toda ventana de la misma manera en que se abre se cierra. ¿A que llamamos entonces periodos críticos? Son esos momentos especiales marcados por una alta plasticidad.
Por ejemplo, en materia de lenguas, aquel que no se expuso a una experiencia bilingüe antes de los ocho años, nunca tendrá una mente bilingüe. Por eso, por más que aprenda bien una lengua, nunca será bilingüe. Uno de los principales periodos críticos del aprendizaje es hasta el año y medio de edad (fundamentalmente la parte más afectiva, los afectos correctos que me pasarán factura el resto de la vida).
Continuación...